El hombre siempre ha soñado con volar, y muestra de ello es esta fantástica leyenda de la antigüedad cuyas enseñanzas aún hoy nos son válidas.
La historia comienza cuando el poderoso rey Minos manda construir en Creta un inmenso laberinto, tan complicado que quien entrase en él ya no pudiese salir jamás, para encerrar a la más terrible de las bestias: el Minotauro (un grotesco gigante con cuerpo humano y cabeza de toro que había sido engendrado por Pasifae, esposa de Minos, y un toro divino). Para la ejecución de tan grandiosa construcción Minos llamó al más celebre artesano de todo el imperio, Dédalo (famoso inventor al que le atribuían entre otros la invención de la escuadra y el hacha). El ingenio del artesano quedó patente cuando, tras varios años de construcción, el majestuoso laberinto estuvo listo. El Minotauro, que era considerado como una divinidad, fue encerrado en las profundidades del laberinto. La bestia se alimentaba de carne humana, por lo que cada cierto tiempo se debía realizar un sacrificio humano. Los hombres y mujeres sacrificados eran introducidos en el laberinto, en donde caminaban durante horas y horas por sus pasadizos, incapaces de encontrar la salida, hasta que eran devoraros por el brutal Minotauro.
Minos se encontraba totalmente satisfecho por la genial obra de Dédalo, pero su preocupación porque nadie descubriese jamás los secretos de la construcción le hizo encerrar al artesano junto con su hijo, el joven Ícaro, en el laberinto. Dentro del laberinto, Dédalo e Ícaro se encontraban perdidos e incapaces de encontrar la salida. Fue en ese momento cuando Dédalo ingenió un increíble aparato para escapar. Recogió todas las plumas de aves que encontró y las juntó cuidadosamente con cera, el resultado fue un par de majestuosas alas para él y su hijo. Antes de emprender el vuelo Dédalo le aconsejó sabiamente a su hijo diciéndole: "Con este artefacto podemos volar; podemos alzarnos por encima de los demás hombres, pero te recomiendo que me sigas, que vueles a mi lado con prudencia, sin elevarte demasiado: las alas son grandes y resistentes y pueden soportar el peso de un hombre, pero si nos elevamos demasiado, el calor haría fundir la cera, las plumas se dispersarían con el viento, y nos precipitaríamos sin esperanza en el profundo mar." Después ambos batieron sus alas y se elevaron sobre el laberinto. Vieron toda la isla de Creta desde el aire: los campos, sus bosques, los rebaños con sus pastores… hasta que llegaron al inmenso mar. Ícaro se sentía tan pletórico disfrutando del privilegió que le otorgaba el ingenioso invento de su padre que sintió un irresistible deseo de volar más y más alto. Su padre al observarle le gritó: "¿Adónde vas? Ícaro, mantén más bajo tu vuelo: no presumas demasiado de ti y de las alas que te sostienen…¡Ícaro!". Pero Ícaro no escuchaba, tan embriagado por sus sentimientos subía y subía cada vez más cerca del Sol, y la cera que unía sus alas se empezó a derretir. Fue así como las alas de Ícaro empezaron a perder sus plumas hasta no poder mantener al joven en el aire. Entonces, sumergido en la más profunda angustia Dédalo vio a su hijo precipitarse al profundo mar. La muerte del joven Ícaro impactó a su padre que a duras penas pudo continuar su viaje hasta tomar tierra cerca de la ciudad de Cumas. Son múltiples las enseñanzas que podemos extraer de esta leyenda. Por un lado, el encarcelamiento de Dédalo representa el encarcelamiento de la creatividad y del ingenio, en una palabra: de la ciencia. La huida muestra a su vez la fuerza de la inteligencia humana para poder escapar de cualquier problema. Y por último, la caída de Ícaro representa el exceso de presunción del que el hombre debe de cuidarse cuando dispone en un poder fuera de lo común, es decir; nos muestra como hay que emplearlo con discreción y humildad. Sin lugar a dudas, unas enseñanzas que, a pesar de los siglos transcurridos, mantienen vigente toda su importancia e idoneidad. |
miércoles, 6 de junio de 2012
La caída de Ícaro
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