En 1885 un tal J. B. Ward publicó un folleto en el que hablaba de un
tesoro enterrado entre 1819 y 1821 cerca del condado de Bedford, Virginia, y que
nunca había sido recuperado. Toda la información necesaria para encontrar un tesoro valorado en
30 millones de dólares actuales por tan sólo de 50 centavos que costaba el folleto. Sólo había una pequeña pega, antes de ir a buscarlo había que
descifrar el texto en el que se describía el lugar donde se había enterrado.
Cincuenta centavos a cambio de un tesoro.
Aparentemente, la historia comienza un día de
enero de 1820,
cuando tres extraños llegaron a la ciudad de Lynchburg, Virginia, y se
hospedaron en el hotel Washington regentado por Robert Morriss. A los
pocos días, dos de ellos continuaron su viaje hacia Richmond, de donde
decían ser, pero el otro se quedó. El que se quedó se llamaba
Thomas Jefferson Beale
y, según Morriss, tenía apariencia de persona honesta y educada, debía
medir un metro ochenta, tenía ojos y cabello negros, y era de complexión
fuerte. El rasgo que más le distinguía era su tez morena, muy morena,
como si
hubiera pasado toda su vida al sol.
Beale
pasó el resto de aquel invierno en Lynchburg y se convirtió en una
persona bastante conocida en la ciudad, especialmente entre las damas.
Entonces, un día de finales de marzo, tal como vino se fue.
Ni Morriss, ni nadie, sabían nada de su procedencia, ni de cual había
sido el motivo de su estancia. Beale jamás lo contó y Morriss jamás se
lo preguntó.
Dos años más tarde, en 1822, Beale volvió a aparecer por Lynchburg.
Igual que la primera vez, pasó el invierno en la ciudad y cuando llegó
la primavera se volvió a marchar. Esta vez, sin embargo, dejó a Morriss
una caja de metal cerrada que, según le dijo, contenía “papeles importantes de valor” y que le pidió que guardara hasta que fuera necesario.
Poco
más tarde, en mayo, Morriss recibió una carta de Beale desde San Luis.
En ella Beale reconocía que estaba en medio de una empresa peligrosa. La
caja contenía papeles de vital importancia para su propia fortuna y la
de muchos otros. En caso de muerte, la pérdida de la caja podría ser irreparable,
por lo que pedía a Beale que guardara la caja en lugar seguro. En la
carta, Beale daba instrucciones a Morriss para que si en diez años ni
él, ni nadie en su nombre acudían a buscarla, abriera la caja. En ella
encontraría una carta con más instrucciones para él, junto con otros papeles ininteligibles sin la ayuda de una clave.
Según aseguraba Beale en la carta, la clave la había dejado en manos de
un amigo suyo de San Luis en un sobre sellado y dirigido a Morriss, con
ordenes de que se la enviara en junio de 1832.
Los
años pasaron y Morriss no tenía noticias de Beale. Ni él, ni nadie en
su nombre aparecieron por la caja. Aunque a partir de 1832 debía abrir
la caja, Morriss prefirió seguir esperando. Finalmente, en
1845 Morriss creyó que los “
indios” habrían matado a Beale y sus compañeros, y decidió
abrir la misteriosa caja,
había esperado 23 años. Con poca destreza, forzó el candado para
descubrir cuatro hojas de papel. Una de ellas estaba escrita en inglés,
las otras contenían una colección de números, aparentemente sin sentido.
Morriss empezó a leer la única hoja que entendía, en la que Beale explicaba su historia:
En abril de
1817, un grupo de
30 amigos
amantes de la aventura y el peligro, entre los que estaba Beale, salió
de Virginia con destino a las Grandes Llanuras del oeste. Su único
objetivo era el de pasar una buena temporada
cazando búfalos y osos.
En diciembre, después de un largo viaje cruzando el país, llegaron a la
ciudad de Santa Fe. Los meses de invierno se hacían largos y un día
para matar el rato un grupo de ellos decidió salir de excursión para
explorar la zona y matar el gusanillo de la caza.
La excursión
que tenía que durar sólo unos días se alargó varias semanas. Cuando los
que se habían quedado en Santa Fe comenzaron a preocuparse, uno de los
se habían marchado volvió con noticias de una gran hallazgo que
cambiaría sus planes y sus vidas. Según contaba, llevaban varios días
detrás de una manada de búfalos, cuando una noche, uno de los hombres
mientras estaban preparando la cena descubrió en una grieta entre unas
rocas algo que brillaba, era
oro y había mucho.
El grupo celebró el hallazgo y los que se habían quedado en Santa Fe al
conocer la noticia también. En seguida partieron para reunirse con
ellos cargados con suministros y provisiones para un tiempo indefinido.
Durante
18 meses, Beale y sus compañeros acumularon todo el oro y la plata que
pudieron extraer. Fue entonces cuando, según la nota, todos acordaron
que sería conveniente
llevar todo ese oro y plata a un lugar más seguro.
Después de barajar varias opciones decidieron llevarlo hasta Virginia y
esconderlo allí en algún lugar secreto. Para reducir el peso de la
carga, Beale cambió oro y plata por joyas y en 1820 emprendió su viaje a
Lynchburg, la primera visita al hotel de Morriss, en búsqueda del lugar
más apropiado para enterrar el tesoro, lo encontró y allí lo enterró.
Al acabar el invierno Beale regresó para reunirse con sus compañeros.
Dieciocho
meses después, su segunda visita, Beale regresó a Lynchburg con más oro
y plata. Pero este segundo viaje tenía además otro objetivo. Beale y
sus compañeros estaban preocupados que de pasarles algo a ellos,
sus fortunas no llegaran a sus familiares. Así que Beale esta vez tenía como misión encontrar a una persona de fiar a la que confiar sus deseos, Beale escogió a Morriss.
Como
para que Morriss estuviera leyendo la nota deberían haber pasado ya los
diez años de espera, Beale pedía Morriss que fuera al escondite donde
estaba enterrado el oro y la plata y dividiera
todo en 31 partes iguales.
Morriss debería quedarse por una como pago por los servicios prestados,
las otras treinta debería repartirlas entre las personas cuyo nombre y
dirección figuraban en otro de los papeles. Así acababa la nota.
El juzgado del condado de Bedford, un lugar como cualquier otro para comenzar la búsqueda.
Beale
acertó con Morriss, honrado como él lo creyó, su primera preocupación
al leer la carta fue la de encontrar el tesoro y encontrar a los
herederos de aquellos hombres que debían para entonces estar ya muertos.
Pero había un problema:
la localización y la descripción del tesoro estaban cifradas, en las otras tres hojas que contenían números y más números. La
clave para descifrarlos, que Beale le había dicho que alguien le enviaría por correo,
no había llegado.
Así que Morriss tuvo que intentarlo por su cuenta. Dedicó 20 años, pero
no lo consiguió y en 1862 cuando llegó a los 84 años de edad temeroso
de morir sin haber cumplido su misión, decidió
confiar su secreto a un amigo,
tal como Beale le había pedido. Este amigo, del que se desconoce la
identidad, consiguió parte de lo que Morriss no había conseguido en 20
años:
descifrar uno de los textos, el marcado como número “2”.
El
amigo de Morriss tuvo la intuición de que cada número representaba una
letra, pero como había más números que letras en el alfabeto, dedujo que
varios números deberían corresponder con la misma letra. Fue entonces
cuando se le ocurrió
usar la Declaración de la Independencia para descifrarlo.
Cada uno de los números se tenía que sustituir por la primera letra de
la palabra que ocupaba la posición del número dentro de la declaración.
Siguiendo este proceso se podía leer:
He
depositado en el condado de Bedford, a cuatro millas de Buford, en un
sótano o una excavación, a 6 pies (1.80m) bajo tierra, los siguientes
artículos que pertenecen a las partes cuyos nombres figuran en el número
3:
El
primer depósito, en noviembre de 1819, está compuesto por 1.014 libras
de oro y 3.812 de plata. El segundo, en diciembre de 1821, consistía en
1.907 libras de oro y 1288 de plata, además de joyas, obtenidas a cambio
de plata para facilitar el transporte y valoradas en 13.000 dólares.
Todo
lo antes mencionado está empaquetado de forma segura en recipientes de
hierro, con tapas de hierro. La cámara está más o menos revestida de
piedras, y los recipientes descansan y están cubiertos por piedras. El
papel número uno describe la localización exacta de la bóveda, para que
no haya dificultad alguna en encontrarla.
La Declaración de
Independencia, que tan útil había sido para descifrar el primer texto,
no sirvió para los otros dos. Tristemente para los familiares de los
treinta, o tal vez para él, el amigo de Morriss no consiguió descifrar
la hoja en la que describía el lugar donde estaba enterrado el tesoro,
ni la que supuestamente contenía el
nombre de esos familiares y su lugar de residencia.
Así que en 1885, frustrado por haber dedicado los mejores veinte años
de su vida a intentar descifrar el resto de papeles sin éxito, habiendo
abandonado ya cualquier esperanza de hacerlo, decidió publicar en un
folleto todo lo que sabía.
Según decía, lo hacía movido por la
esperanza de que otros se pudieran beneficiar de lo que él había sido incapaz.
Tal vez, incluso alguno de los familiares de la gente de Beale lo
leyera y reparara que sin saberlo todo este tiempo había tenido en su
poder una valiosa clave. Aunque advertía que nadie cometiera el error de
dedicarle tanto tiempo como hizo él, pues para él lo que al principio
parecía un regalo se acabó convirtiendo en una
pesada condena.
El
folleto explicaba la historia de Beale, los textos cifrados y todo lo
que le había contado Morriss. El misterioso amigo, pese a hacer públicos
los textos, prefirió
mantenerse en el anonimato por miedo a ser acosado por los buscadores de tesoros y fue su agente, un tal
James B. Ward, el encargado de publicarlos.
Desgraciadamente,
un fuego en el almacén en el que estaban guardados los folletos
destruyó la mayoría de ellos. Sin embargo, los que se salvaron
despertaron un
inmediato interés y un debate sobre
si la historia era cierta o sólo una invención de Ward para ganar dinero.
Una de las primeras cuestiones a resolver era si, por lo menos,
los protagonistas de la historia habían existido. En el censo americano de 1810 se encuentran registradas dos personas llamadas
Thomas Beale,
una en Connecticut y otra en New Hampshire. En el de 1820, se
encuentran otras tres personas con ese nombre, esta vez en Luisiana,
Tennessee y Virginia (de donde parecer ser era el Beale del tesoro).
Ward es otro personaje obscuro y el único rastro que se encuentra de él es una referencia en la edición del 21 de mayo de 1865 del
Lynchburg Virginian, en la que se le identifica como el propietario de la casa en la que murió
Sarah Morriss,
la mujer de Robert. Aunque él insiste en que no es el amigo al que
Morriss confió su secreto, quizás sí que lo era. En cualquier caso, poco
más se sabe de todos ellos.
Si se analiza la historia, parece
tener aspectos razonables, pero otros que no lo son tanto. Parece lógico
que Beale y sus compañeros decidieran llevarse su tesoro a un
lugar seguro. Santa Fe en aquel tiempo era una ciudad mexicana, ellos eran norteamericanos. También parece una buena idea preparar un
plan de contingencia por si les ocurría algo a todos ellos. Sin embargo, parece poco lógica la idea de llevar el oro hasta Virginia. Era un
largo camino de varios miles kilómetros, no exento de riesgos, a través de
territorio casi salvaje, para, además, esconderlo de una manera que podía hacer imposible su recuperación.
¿No hubiera sido mejor guardar el dinero en alguno de los bancos de la ciudad San Luis? Mucho más cerca y sin riesgos de que alguien lo encontrara y lo perdieran todo.
Hay otras cuestiones que tampoco quedan claras.
¿Quién o quiénes ayudaron a Beale a llevar el oro hasta Bedford?
En ambas ocasiones, se trataba de una gran cantidad de carga, por lo
que habría necesitado un gran número de mulas, burros o carros, y
bastantes ayudantes. Tal vez,
demasiada gente para guardar un secreto.
Tampoco ayuda que al parecer el texto publicado en el folleto contiene
palabras del inglés, como “
stampede” y “
improvise”, que
no aparecieron escritas hasta la década de 1840. Aunque no se puede descartar que antes ya fueran palabras habituales en Virginia o el Oeste.
Por otro lado, para los que continúen decididos a buscar el tesoro, conviene tener en cuenta que aún siendo cierta la historia,
no se puede descartar que el tesoro ya no esté allí.
Aunque Beale hubiera muerto sin recuperar el tesoro, alguno de sus
compañeros, que sería lógico que conocieran el emplazamiento del
escondite, podría haberlo recuperado. Y, ya fuera por desconocimiento o
por precaución,
no hubiera pasado a decir nada a Morriss, que se habría quedado con su caja y su enigma.
Además
son muchos los que ya lo han probado. Inmediatamente después de la
publicación del folleto, muchos intentaron descifrar los documentos y
encontrar el tesoro. Entre ellos varios
famosos buscadores de tesoros.
A principios del siglo XX, los hermanos Hart lo intentaron durante
décadas. Otros como Hiram Herbert Jr. dedicó casi 50 años para también
acabar abandonando en la década de los 70.
Con la misma poca suerte, lo han intentado
expertos en criptografía. Algunos de los cuales después de analizar los dos textos que quedan usando métodos estadísticos cifrados han sugerido que
no puede tratarse de textos escritos en inglés.
También resulta sospechosa la escasa longitud del texto en el que
teóricamente aparecen los nombres de los familiares más próximos. De
usar la misma técnica de codificación que el ya descifrado, serían
618 números/letras para 30 o 60 nombres junto con su dirección.
Pero
pese a todos estos indicios que parecen indicar que todo es un fraude,
durante más de cien años, multitud de gente ha sido detenida por
entrar y excavar sin permiso en fincas del condado de Bedford.
Se cuenta que en 1983 una mujer excavó en el cementerio de Mountain
View porque estaba convencida que el tesoro de Beale se encontraba allí.
Por cierto, existe una
leyenda Cheyenne datada en torno al
1820, sobre una
gran cantidad de oro y plata llevada desde el Oeste hasta las montañas del este para enterrarlo allí. Otras tribus, las de los Pawnee y los Crowe, hablaron muy bien de
un grupo de unos 35 hombres blancos, a Jacob Fowler, un americano que exploró el sudoeste del país durante los años 1820 y 1821.
FUENTE