El 1 de septiembre de 1939, Alemania
invadió Polonia. En los dos años que siguieron a la invasión, Hitler
consiguió anexionarse la mayor parte del continente europeo, de Norte a
Sur.
A las 4,45 horas del
1 de septiembre de 1939, efectivos de la
Wehrmacht atravesaban la frontera alemana oriental y
penetraban en territorio polaco.
Los gobiernos de Gran Bretaña y Francia, obligados por los acuerdos de
defensa y ayuda mutua firmados con Varsovia, declararon inmediatamente
las hostilidades al Reich. Comenzaba la
Segunda Guerra Mundial. Se hacía efectiva la temible capacidad de ataque y avance de la febril política de rearme alemana. La
Blitzkrieg,
"guerra relámpago", conseguía en sólo 26 días destruir a las anticuadas
fuerzas armadas de su oponente. Paralelamente, el Ejército Rojo entraba
desde el Este y, el día 28, una vez más a lo largo de su historia, el
suelo de Polonia quedaba dividido.
Francia comenzó
entonces a prepararse para enfrentarse a la agresión alemana, que se
preveía cierta e inminente, y se dedicó a reforzar sus defensas y a
movilizar a todos sus elementos humanos. Fue lo que se denominó
Drôle de guerre -la guerra extraña-, un tenso compás de espera de nueve meses de duración, que iba a ser decidido por la voluntad de
Hitler.
Pescando en río revuelto, Stalin presionó sobre el ámbito báltico y
planteó reivindicaciones territoriales a una Finlandia que las rechazó y
con la que entabló la dura y desigual Guerra de Invierno, que concluyó
el 12 de marzo. Francia, parapetada tras la Línea Maginot, confiaba en
sus planes de defensa y ataque, mientras Inglaterra establecía el
bloqueo naval del Mar del Norte y lo sembraba de minas. Estados Unidos
mantenía su postura de neutralidad, aunque estaba bien claro hacia dónde
se dirigían los apoyos de muchos de sus sectores dirigentes y
población.
Pero, por el momento, la legalidad exigía el
mantenimiento de la neutralidad, lo que no impidió que Washington
estableciese los acuerdos de aprovisionamiento masivo de materiales
denominados de
cash and carry -pagar y llevarse-, que firmó con
las potencias democráticas y a las que permitieron la inmediata
obtención de aprovisionamientos de toda clase, así como la preparación
para la lucha.
El siguiente paso de la Blitzkrieg fue la sorpresiva invasión, el 8 de abril, de la vecina
Dinamarca y, a continuación, de
Noruega, de donde fueron desalojados los contingentes británicos que habían desembarcado en el extremo norte.
El
10 de mayo se desencadenaba la tan esperada como temida ofensiva
general sobre el frente del Oeste. Camino de Francia, su objetivo
fundamental, las fuerzas de la Wehrmacht se lanzaron contra
Bélgica,
Luxemburgo y la neutral
Holanda.
La rapidez de esta forma de ofensiva tuvo ahora unos resultados más
efectivos que los obtenidos en el Este. Sobre una Polonia dotada de un
deficiente sistema viario y en un otoño de lluvias y lodazales, los
avances alemanes habían tenido el año anterior algunas dificultades. Por
el contrario, en la primavera de 1940, la buena red de carreteras de
los desarrollados países occidentales agredidos permitía a los invasores
efectuar avances con gran rapidez.
Aquí, los aparatos de la
Luftwaffe se emplearon a fondo en apoyo de los avances terrestres. En el
lado francés reinaba el más absoluto caos. Se sucedían las
destituciones y relevos en los niveles altos del mando militar, mientras
la penetración alemana se ampliaba hacia el Suroeste. El 14 de mayo
capitulaba el ejército holandés y el belga le seguía 14 días después.
En el
puerto de Dunkerque
se amontonaba un cuerpo expedicionario británico al que el rápido
avance alemán había impedido actuar. Ahora, el imparable empuje alemán
formó allí una bolsa a la que se agregaron 100.000 soldados franceses
replegados desde Bélgica. Hasta el 4 de junio, tuvo lugar la operación
de traslado de estos contingentes al otro lado del Canal, utilizándose
para ello todo tipo de embarcaciones con la plena cooperación de la
población civil inglesa, que ya empezaba a ser consciente de la lucha
que le esperaba.
Los
frentes defensivos franceses
iban mientras tanto hundiéndose uno tras otro, y las cifras de
prisioneros se incrementaban de forma alarmante. Siguiendo una ya vieja
tradición ante ataques alemanes, el Gobierno y las altas instituciones
de la República Francesa habían tomado el camino de Burdeos. El 10 de
junio, la Italia aliada del Reich aprovechaba la coyuntura y atacaba a
su vez el Sur de la acosada Francia. Los poderes públicos se demostraron
incapaces de enfrentarse a los hechos y se recurrió a una medida
extrema: el prestigioso y muy anciano mariscal
Pétain fue llamado al poder.
El 17 solicitó de los alemanes el
armisticio, que era firmado cinco días después. La
Tercera República
moría así, en medio de la derrota, después de siete décadas de intensa y
atormentada existencia. Negándose a aceptarlo, el general
De Gaulle voló a Londres en el último momento y desde allí realizó el célebre
"llamamiento del 18 de junio", que creaba la Francia Libre y animaba a los franceses a unirse a él en la lucha contra el agresor.
El
territorio galo era dividido en dos partes. La de ocupación alemana,
con el Norte industrial, la aglomeración de París y todo el litoral
atlántico, y la del Centro-Sureste, que quedaba organizado bajo la
denominación de Estado Francés, gobernado desde Vichy por el más rancio
conservadurismo y los más radicales colaboracionistas con el invasor. En
su cúpula, el viejo Pétain aseguraba a la población el mantenimiento de
los valores tradicionales del espíritu nacional. Mientras los ingleses
procedían a destruir la flota francesa estacionada en puertos africanos
para evitar que cayese en manos de los alemanes, De Gaulle se dedicaba a
conseguir el control de las colonias en África y Asia.
En muy pocos meses, el
mapa de Europa
había experimentado unas transformaciones tan profundas como nadie
hubiera podido imaginar. Toda la fachada atlántica del continente estaba
controlada por el
Reich, desde el Cabo Norte hasta la
Península Ibérica. La España de Franco, ideológicamente afín a los
postulados de Berlín, aseguraba un cierre sin problemas del ángulo más
meridional. Los planes de Hitler de estrangular al Imperio Británico con
la ocupación del enclave de Gibraltar no se plasmaron en la realidad,
debido a complejas causas en las que las reticencias y exigencias de
Franco para entrar en la guerra pudieron haber pesado menos que el hecho
de que Alemania obtenía de Franco fundamentales materias primas y no
estaba interesada en desplegar aquí unas fuerzas que prefería encauzar
hacia el Este, campo de actuación previsto por toda la geopolítica nazi.
Mientras tanto, una
Gran Bretaña tomada por sorpresa
parecía amenazada por una inminente ocupación. Hitler tenía
perfectamente diseñados sus planes de agresión en la Operación León
Marino. Pero era algo que el nuevo primer ministro,
Winston Churchill, rechazó rotundamente cuando clamó: "¡Lucharemos en las playas, lucharemos en los campos... Nunca nos rendiremos!".
Controlando
los países del Centro-Este del continente, se preparaba el gran momento
de la expansión del Reich hacia los espacios orientales. De momento
seguía en vigor el Pacto germano-soviético que sorprendió al mundo en
agosto de 1939 y que aseguraba evidentes beneficios a ambas partes. Por
él, Berlín vendía a Moscú los elementos de alta tecnología que la URSS
no producía y, como contrapartida, obtenía las materias primas que el
esfuerzo bélico consumía. Era un matrimonio de conveniencia
ideológicamente antinatural entre un nazismo y un comunismo enfrentados,
pero decididos a obtener de él las mayores ventajas. De momento, Stalin
se sentía seguro.
Mussolini, el inspirador de
Hitler ahora relegado a un papel secundario, aprovechaba de la forma más
oportunista las ventajas que el triunfante discípulo le aportaba.
Considerando la débil posición de Inglaterra, aprovechó para lanzarse
contra ella en sus posesiones del Norte de África y atacó en Etiopía.
Intentaba controlar
Egipto
-y el fundamental Canal de Suez-, Sudán y Somalia. La megalomanía del
italiano no cedía un ápice a la de su colega alemán y todo le parecía
posible. Los Balcanes se le presentaban ahora como zona de expansión
natural, iniciada el año anterior con la conquista de Albania.
Invadieron los italianos
Grecia el
28 de octubre, pero la dura resistencia del ejército heleno no tardó en
pararles. Mientras los británicos desembarcaban en Creta, Hitler se vio
obligado a remediar la situación y, el 6 de abril de 1941, lanzó su
ataque relámpago contra Yugoslavia, rápidamente ocupada y disgregada.
Una vez más, se tuvo que retrasar la gran operación de invasión de la
URSS,
Barbarroja, pieza básica de toda la política
expansiva del Reich. La ocupación de Grecia era el siguiente paso y, el
27 abril, como verdadero símbolo de los tiempos que corrían, la bandera
con la esvástica ondeaba sobre la Acrópolis de Atenas.
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