Si el mejor director de cine hubiese contado con el mejor
guionista, jamás hubiesen sido capaces de crear una historia de intriga
de este calibre. Es de esos casos en que la realidad supera a la
ficción. Agentes secretos, doble, triple y hasta cuádruple personalidad,
amores y desamores, muertes, guerra civil española, II guerra mundial,
revolución rusa...
La historia de la vida y muerte de Trotsky reúne todas estas cosas. Y lo más terrible es que fue real.
LEV DAVIDOVICH BRONSTEIN, “TROTSKY”
Resulta incluso complicado buscar un principio para esta historia.
Quizá todo empezara aquel octubre revolucionario de 1917 en Rusia,
cuando el Zar tembló ante la revuelta revolucionaria que se le
avecinaba. Trotsky no estaba entonces en Rusia. Hacía 10 años que no lo
estaba. Habiendo sido encarcelado por su participación en la revolución
de 1905, aprovechó su “traslado” a Siberia en 1907 para escapar hasta
Finlandia, desde donde se trasladó a Viena con su familia, consiguiendo
trabajo como corresponsal de un periódico de Kiev. Siete años después se
trasladó a París, donde estuvo un par de años, pero ante las presiones
del gobierno zarista, las autoridades francesas le “conminaron” a que
abandonara el país. Trotsky así lo hizo y se marchó a Nueva York. Poco
tiempo después estallaría la revolución de octubre y él y su familia
volverían a toda prisa a Rusia.
El triunfo de la revolución fue absoluto y Lenin fue la nueva
figura de Rusia. Trotsky, segundo de abordo, organizó al ejército rojo
haciéndolo una fuerza ejemplar capaz de derrotar a los ejércitos
contrarrevolucionarios así como a sus aliados occidentales. Sin embargo,
a mediados de 1923 Trotsky vio peligrar los cimientos sobre los que se
había sustentado la revolución. Joseph Stalin encabezaba una burocracia
peligrosamente antirrevolucionaria. Lenin, postrado en cama víctima de
sus numerosos ataques de apoplejía, advirtió también el peligro y nombró
a Trotsky como a su sucesor, decisión que de nada sirvió. A su muerte,
en Enero de 1924, Stalin apartó a Trotsky del poder y formó un
triunvirato con Bukarin y Kamenev, rodeándose de una camarilla de
fanáticos dispuestos a defenderle hasta la muerte. No obstante, Stalin
sabía bien el peligro que corría si Trotsky seguía cerca. En 1927 le
expulsó del partido, en 1928 le deportó a Siberia y en 1929 le desterró
de Rusia.
Tras unos años en Turquía y otra breve estancia en Francia, llegó en
1935 a Noruega, pero las presiones Stalinistas seguían haciéndolo saltar
de país en país. Entonces se encontró con que tenía que salir de
Noruega pero sus solicitudes de asilo, a éste o aquel país, siempre
resultaban infructuosas, incluidos los EEUU de Roosevelt.
Sorprendentemente, Lázaro Cárdenas, presidente mexicano, aceptó su
propuesta, pese a contrariar a Stalin, y Trotsky partió hacia México a
bordo del buque cisterna “Ruth”. Aún así, el viejo revolucionario no se
fiaba mucho de la hospitalidad mexicana y tenía serias sospechas de que
ese viaje fuera una trampa de Stalin para acabar con él, en una “muerte
accidental” en mitad del océano. Muestra evidente es la carta que envió a
su hijo León justo antes de zarpar.
“Querido León:
Parece que mañana nos embarcan hacia México. Esta es, pues, nuestra última carta desde Europa. Si algo nos ocurre en el camino o en cualquier otro lado, tú y Serge sois mis herederos. Esta carta tiene valor testamentario... Como sabes, me refiero a las futuras regalías de mis libros: no poseo otra cosa fuera de eso. Si alguna vez te reúnes con Serge... dile que jamás lo olvidamos ni lo olvidaremos por un solo instante”.
Parece que mañana nos embarcan hacia México. Esta es, pues, nuestra última carta desde Europa. Si algo nos ocurre en el camino o en cualquier otro lado, tú y Serge sois mis herederos. Esta carta tiene valor testamentario... Como sabes, me refiero a las futuras regalías de mis libros: no poseo otra cosa fuera de eso. Si alguna vez te reúnes con Serge... dile que jamás lo olvidamos ni lo olvidaremos por un solo instante”.
Afortunadamente para Trotsky, sus sospechas eran infundadas, y el
viaje se hizo sin mayor contratiempo. El 9 de enero de 1937, tras tres
semanas de navegación, él y su mujer, Natalia Sedova, llegaron al puerto
de Tampico. Allí tuvieron un gran recibimiento y, además de las
autoridades, les fue a recibir la pintora Frida Kalho, mujer de su
principal valedor en México, el afamado muralista mexicano Diego Rivera.
Trotsky vivió los primeros dos años en “La casa Azul” de Frida, cedida
gentilmente por ésta (que también mantuvo un pequeño romance con
Trotsky) hasta que por divergencias políticas con Diego Rivera, se
trasladó junto a su mujer a otra casa en la calle Viena, en Coyoacán,
hacia la primavera de 1939. Al poco tiempo recibiría una alegría. La
llegada de su nieto Seva, único pariente vivo que le quedaba a Trotsky,
tras la muerte o desaparición del resto en extrañas circunstancias y
donde no era difícil adivinar la fatal mano de su enemigo Stalin.
RAMÓN MERCADER
Jaime Ramón Mercader del Río fue un comunista catalán que combatió
en la guerra civil, donde ocupó un cargo de comisario político y a quien
“se llevaron” los rusos para que formara parte de su ejército. Esta
sería la versión inocua. Sin embargo hay otra más profunda y oscura que
comienza precisamente con su madre, María Caridad del Río Hernández.
Caridad era de aquel tipo de mujeres impetuosas, valientes, rebeldes,
que había renegado de un matrimonio de 10 años con un acaudalado
empresario catalán, para cambiarlo por una vida bohemia y desenfrenada,
que la llevaron desde su anarquismo primero hasta su posterior
confesionalidad comunista. Justo entonces estalló la guerra civil y
Caridad combatió como nadie, puesto que en la lucha era donde mejor se
sentía. En un cuartel republicano en Sarriá, conocería al hombre que le
cambiaría la vida. Leonid Eytingon, conocido en España como “General
Kotov”, era un militar ruso que aprovechaba su estancia en España para
valorar la posible incursión de españoles en la NKVD. Tanto en Caridad
como en su hijo Ramón, vio dos perlas en bruto.
Caridad, que pronto empezó una relación con Leonid, aceptó la
propuesta encantada e influyó, obviamente, en su hijo para que lo
hiciera también. A principios de 1937, Ramón Mercader se fue a Rusia
para someterse a las pruebas y entrenamiento a los que la NKVD sometía a
sus hombres y las superó con nota. Pronto se dieron cuenta del gran
potencial de aquel chico como agente secreto. Hablaba castellano,
catalán, francés e inglés a la perfección, era educado, atractivo,
culto… En fin, como me gusta llamarlo a mi, una especie de “James Bond”
de la NKVD. Y su misión, enamorar a una antigua secretaria de Trotsky,
así lo avala. Sí, ya se que puede parecer extraño, pero la misión que se
le encomendó a Ramón fue la de irse a París y hacerse pasar por un
adinerado estudiante belga de la Sorbona durante unos pocos meses, a fin
de preparar el terreno para la llegada de Silvia Ageloff, ex-secretaria
de Trotsky y de su plena confianza, a quien debía enamorar (sí, como
suena, enamorar) a fin de entablar una relación con ella que le
permitiera a Ramón estar cerca de Trotsky, (llegado el momento) sin
levantar sospechas. Y Ramón así lo cumplió, pues mantuvo una relación de
más de dos años con Silvia, bajo aplazadas promesas de matrimonio y a
medio camino entre Nueva York y París, para poder estar con ella en
Ciudad de México, en 1940, muy, muy cerca de aquel a quien debía
vigilar, León Trotsky.
Sorprendente, sí, pero no por eso menos cierto.
LA CREACIÓN DE LA TRAMA
La vigilancia de Trotsky era una prioridad para Stalin. A pesar de
estar lejos de Rusia (por obra y gracia del propio Stalin), el primer
mandatario ruso tenía noticias diarias de las andaduras de su enemigo
irreconciliable. Y era gracias a otra “agente especial” española, María
de las Heras, espía muy valorada por el Kremlin, conocida también como
“Ivonne África” o “Camarada Patria”. Se decía que Stalin desayunaba cada
día con lo que Trotsky había escrito el día anterior delante. Sin
embargo, un contratiempo puso en peligro el trabajo de la camarada
patria. El comandante Orlov, máximo responsable de Moscú en Madrid, fue
llamado a Rusia para el escabroso asunto de “Los procesos de Moscú”
(pantomimas de juicios con el único fin de que el acusado resultase
culpable, limpiando así Stalin su oficialidad de aquellos de los que
recelaba). Orlov (realmente se llamaba Nikloski), consciente de que su
antecesor en el cargo, el comandante Marcos (realmente Sloytsky) había
sido juzgado y condenado a muerte en uno de esos procesos, se temió lo
peor y, en lugar de volver a Rusia, escapó a EEUU.
Obviamente, Orlov conocía muchos secretos y uno de ellos era la
identidad de María de las Heras, así que, no sabiendo cuánto habría
contado a los americanos, la NKVD optó por retirarla antes de que un
arma tan valiosa como ella fuese descubierta. Entonces era febrero de
1938. Poco más de un mes después, Ramón Mercader se trasladaría a París,
para empezar con su papel de rico y generoso (dejaba muchas propinas
para granjearse las simpatías de los camareros de los mejores
restaurantes) estudiante belga, hijo de un diplomático. Dos meses
después, Silvia Ageloff visitaría París, acompañada de una amiga llamada
Gertrude, que no era otra cosa que otra espía de la NKVD (en realidad
se llamaba Ruby Well) que forzaría un encuentro con Ramón, haciéndolo
parecer fortuito. Sin duda, nada se había dejado al azar en el
supuestamente fortuito encuentro entre Silvia Ageloff y Ramón Mercader.
Pero la tarea de Gertrude no acabó ahí, sino que, aparte de lo bien que
habló a Silvia de Ramón, organizó una cena para los tres, a la que sabia
bien que ella no debía ir. El resto lo hizo Ramón, quien, con su
atractivo porte y sus refinados modales, encandiló a Silvia en un solo
día (como dije, todo un James Bond). Luego, lo que ya sabemos, la
relación a veces en la distancia y otras en persona, a veces en París y
otras en Nueva York, hasta que ambos deciden irse a Ciudad de México en
Enero de 1940, por imposición, claro está, de Ramón. Bueno, entonces ya
no era Ramón. En realidad, Silvia no sabía que se llamaba así. Para ella
era Jacques Mornard, hijo de un diplomático belga. En Nueva York, Ramón
volvió a cambiar de identidad (explicando tal cambio con una mentira a
una Silvia enamorada, que se lo creía todo, sin mayor problema) para
pasar a llamarse Frank Jakcson.
Eran principios de 1940, y Ramón Mercader cumplía los plazos como un
reloj. Pronto empezaría la vigilancia a la casa de Trotsky, aprovechando
la buena relación que su prometida tenía con éste.
LA EJECUCIÓN DE LA TRAMA
Al principio, Ramón se negaba a entrar a la casa de Trotsky cuando
Silvia, su prometida, iba a visitarle. El espía español esperaba
pacientemente a que ella saliera, aparentando desinterés. Tampoco
mostraba ningún interés cuando ella, ferviente trotskysta, le hablaba de
política o del mismo Trotsky. Obviamente, esa era su táctica, a fin de
que nadie sospechase de él. Bueno, más que su táctica, la de sus
superiores de la NKVD. Beria, mano derecha de Stalin, era el máximo
responsable. Para el “asunto Trotsky” había elegido a Pavel Sudoplatov,
militar de palmarés intachable, a fin de que éste organizara el plan y
que le mantuviese informado. Rabinovich, un judío residente en N. York,
donde era conocido como Roberts, era el encargado de, no se bien cómo
llamarlo, pero diríase de intendencia de personal y documentación. Desde
un alto cargo en la Cruz roja de Nueva York, con la identidad falsa de
Roberts que antes he mencionado, era capaz de proveer de cualquier
documento, vivienda, vehículo, etc, a cualquiera de los agentes de la
NKVD dispersos en el mundo. Él mismo sería el responsable de las dos
falsas identidades primeras de Ramón, la de Jacques Mornard en París y
la de Frank Jackson en EEUU, así como de la utilizada por Ruby Well,
Gerttrude, a fin de engatusar a Silvia Ageloff. También él se encargó de
que a Ramón (o a cualquier otro agente) jamás le faltase dinero ni un
sitio donde alojarse, se tratara del país que se tratara. La red de
Rabinovich llegaba a todos lados. Y suya fue la orden (se la comunicó en
Nueva York a Eytingon, el amante de Caridad Mercader y jefe del “Grupo
Madre”, como fue bautizado el trio Eytingon-Caridad-Ramón) de que Ramón
entrase a la casa a fin de conseguir planos del interior, así como la
disposición y horarios de los guardias. Y Ramón lo hizo con la mayor
naturalidad del mundo y sin levantar la más mínima sospecha, después de
unos meses de aparentar lo contrario. Además, en todo este tiempo,
aprovechó sus esperas fuera de la casa para intimar con los guardias, a
quienes invitaba a beber cuando acababan el turno. De ese modo, pese a
no haber entrado en la casa ni una sola vez aún, Ramón no era ningún
desconocido para los guardias. Por tanto, no tuvo muchos problemas para
conseguir la información que Rabinovich le había demandado a su
“padrastro” Eytingon. Información que sería entregada al grupo de
mexicanos (también había tres españoles y un ruso) que atentarían contra
la vida de Trotsky muy poco después.
EL ATENTADO
Las dachas eran unas casas de verano, donde se solía ir de vacaciones,
una especie de casas de campo. La NKVD se había apropiado unas cuantas y
allí entrenaba a sus futuros agentes. Álvarez, Martínez y Jiménez eran
tres españoles “pescados” para la NKVD en la guerra civil española.
Ellos supieron de primera mano la clase de entrenamiento al que eran
sometidos los aspirantes a agentes en esas dachas. Y bendecidos por
Sudoplatov marcharon a Ciudad de México a fin de unirse al grupo de
mexicanos que iba a atentar contra Trotsky, obviamente sin desvelar que
iban mandados por Stalin. A éste, lo que menos le interesaba era hacer
de Trotsky un mártir. Ocurriera lo que ocurriera, el nombre de Stalin no
podía verse involucrado en la muerte de Trotsky.
Como la fama que precedía a los españoles en Rusia era de “alocados”, o
sea, impredecibles a la hora de cumplir una orden, se mandó junto a
estos tres a un agente ruso para que les controlase, tanto durante su
estancia mejicana, como a la hora de ejecutar su misión. Este agente
ruso se llamaba Grigulevich y debía de asegurarse de que si el grupo de
mexicanos no acababan con Trotsky, lo hicieran los españoles o en último
caso él mismo. Quien encabezaba al grupo de mexicanos no era ningún
desconocido. Se trataba del pintor muralista mexicano David Alfaro
Siqueiros, declarado stalinista, que fue quien reunió al grupo una noche
de mayo para acabar con Trotsky, valiéndose de los planos que Ramón
Mercader les hubiera facilitado. A la madrugada, el grupo irrumpió en la
casa de Coyoacán a grito pelado. Habían estado bebiendo tequila durante
las horas previas, quizá para aumentar su coraje, y cuando entraron en
la casa lo hicieron completamente borrachos. Tanto que no encendieron ni
las luces, quizá porque no encontraran los interruptores a causa del
tequila ingerido. Todos los disparos (que no fueron pocos) que se
realizaron en aquella casa se hicieron a ciegas. Ni los españoles ni el
ruso pudieron remediar la hecatombe, hartos de tequila también. De ese
modo el asalto fue un fracaso y varios de los asaltantes detenidos,
entre ellos Alfaro Siqueiros (que acabó en prisión) y uno de los
españoles.
EL GRUPO MADRE ENTRA EN ACCIÓN
El fracaso fue muy mal recibido por Stalin, quien ordenó que se
volviese a intentar inmediatamente. No estaba para bromas, puesto que la
II Guerra Mundial estaba en marcha y el asunto Trotsky quería verlo
zanjado cuanto antes, al tener ahora otros quebraderos de cabeza más
importantes. Rabinovich se reunió con Eytingon y le comunicó que la
responsabilidad era ahora para el “Grupo Madre” y que no podía haber ya
más fallos. Eytingon y Caridad apoyarían, y sería Ramón quien se
encargara de ejecutarlo. Eso sí, Stalin debía quedar impune y ninguna
sospecha podía apuntar en su dirección. Por ello Rabinovich “preparó”
una carta muy especial para Ramón que debía llevar encima cuando
asesinara a Trotsky. La carta era una confesión de Ramón (pero firmada
con la identidad falsa de Frank Jackson, por supuesto) en la que
declaraba que su atentado contra Trotsky era algo personal, ya que al
conocer en persona a Trotsky le había decepcionado. Obviamente, esta
carta sólo vería la luz en caso de ser apresado in situ, a fin de que
Stalin no se viera implicado y pareciese un acto espontáneo de un
seguidor decepcionado. Si Ramón mataba a Trotsky y conseguía escapar,
entonces la carta ardería en el fuego.
Ramón entró a la casa el 20 de agosto de 1940, con la clara
intención de acabar con Trotsky, mientras su madre y Eytingon esperaban
afuera, montados cada uno en un coche para así facilitar su posterior
huida. Debido al primer atentado, se habían extremado las precauciones
alrededor de Trotsky y la casa era una especie de pequeña fortaleza. Sin
embargo, Ramón se las ingenió para entrar sin demasiados problemas,
convenciendo a los guardias, para los que no era ningún extraño, que
deseaba que Trotsky revisase un artículo que había escrito. Ramón
encontró al viejo revolucionario en el jardín y ambos se dirigieron al
despacho de Trotsky. Allí, éste se sentó en su mesa, se colocó sus
redondeadas lentes y se puso a leer el artículo. Ramón, exactamente
detrás de él, dudaba sobre cómo ejecutar su misión. Sus dudas estribaban
en cuanto al arma a utilizar. Pese a la extrema vigilancia de la casa,
Ramón había conseguido meterse adentro con tres armas diferentes
escondidas. Una daga, un piolet (un pico de alpinista con el mango de
madera recortado) y una pistola. Esta última le pareció una opción
demasiado escandalosa, que sólo usaría como último recurso desesperado. Y
entre la daga y el piolet, se decidió por este último. Así pues, con
Trotsky ensimismado en la lectura que Ramón le había traído, le dio un
seco golpe en la parte de atrás de la cabeza con el piolet. Trotsky
reaccionó de manera imprevista, pues, en vez de desplomarse, se revolvió
y agarró a Ramón con fuerza, mientras chillaba con fuerza para avisar a
los guardias. Estos llegaron enseguida y capturaron a Ramón, no sin
antes haberle dado una auténtica paliza que casi le cuesta la piel.
Llevado a la comisaría de Revillaguigedo, lo primero que le encontraron
fue la carta que le había “preparado” Rabinovich. Que Stalin no se viese
involucrado de ninguna manera en el asunto era una e las mayores
prioridades de la misión. Y así fue. Ramón, bien entrenado por la NKVD
para aguantar cualquier tipo de interrogatorio, no dijo ni una palabra
que no le interesara decir. Sólo su identidad falsa de Frank Jackson
quedó al descubierto, revelada su otra identidad como Jacques Mornard
por una destrozada Silvia Ageloff. Hay que ponerse en la piel de esta
chica para entender su sufrimiento. El hombre al que amaba, con quien se
iba a casar, había asesinado al hombre que más admiraba (y, por
supuesto, tenía en gran aprecio), valiéndose de ella. Utilizándola,
manipulándola… Silvia Ageloff se sintió tan ultrajada que intentó
suicidarse. Afortunadamente, no lo consiguió, pero aquella pena,
impregnada de culpa, no la abandonaría jamás. Ramón fue detenido,
juzgado y condenado a 20 años de prisión.
EL DESENLACE
Ramón sabía que la NKVD no lo dejaría a su suerte en la Penitenciería,
y estaba en lo cierto. En poco tiempo, le prepararon un plan de fuga,
aprovechando que la “Peni” no era una prisión de alta seguridad, ni
mucho menos. Sin embargo, la impetuosidad de su madre lo echó al traste.
Dejándose ver por Ciudad de México, cuando los “jefes” le habían
ordenado expresamente que no lo hiciera, no consiguió más que su hijo
fuera trasladado a la Prisión de Lecumberri, de máxima seguridad, y el
plan dejó de ser viable. Ramón tuvo que cumplir los 20 años de cárcel
por culpa de su madre, cosa que nunca le perdonó. Tras catorce años de
encarcelamiento como Jacques Mornard, un día recibió la visita de un
viejo conocido. Un trotskysta catalán. El conocido escritor Víctor Alba.
Éste mismo escritor contaba que se acercó poco a poco a la celda, se le
quedó mirando y preguntó:
-¿Ramón Mercader?
El otro se volvió sorprendido, casi asustado. Hacía muchos años que
no oía ese nombre de boca de nadie. Como renegando de sí mismo, sólo
respondió:
-Ves a la merda (Vete a la mierda)
Stalin hacía muy poco que había muerto y Ramón tenía dudas de lo
que pudiera pensar para él el “nuevo jefe” de Rusia. Lo que menos le
interesaba es que ahora se descubriese su auténtica identidad. Y mucho
menos tras todo lo que había tenido que pasar hasta entonces.
Afortunadamente para él nada cambió y acabó de cumplir su condena sin
ningún contratiempo. Unos pocos meses antes de cumplir su condena, fue
puesto en libertad. Ese mismo día voló hasta La Habana, de allí a Praga y
de Praga a Moscú, donde fue condecorado como “Héroe de la Unión
Soviética”, pero en la más estrecha intimidad. Por supuesto, jamás debía
desvelar el verdadero motivo de aquella condecoración. A Ramón no le
importó, pues una de sus mejores virtudes estaba claro que era la de
saber callar. Para asegurar su manutención y la de los suyos (pues se
casó con una bailarina mexicana que conoció en prisión, Rogelia Mendoza,
y adoptó a dos niños españoles huérfanos) le concedieron un cargo
honorífico y una buena asignación mensual.
Así estuvo unos años viviendo en Moscú, con mucho tiempo libre para
reflexionar sobre lo que había hecho. Tanto con Trotsky como con su
propia vida. Aburrido de Rusia, se marchó a Cuba donde residió hasta su
muerte. Prueba de las dudas de sus últimos años de vida sobre sus actos,
es la conversación que tuvo con otro español residente en Moscú,
Eusebio Cimorra, con quien compartía muchas cosas. Por desgracia, eran
cosas que sólo podían hablar entre ellos, puesto que pertenecían a otro
tiempo que nadie quería recordar. Quizá ahora ya no parecía tan
importante su sacrificio para los que mandaban. Era una cosa olvidada y a
olvidar por quien aún la recordara. Los tiempos habían cambiado y
Ramón, como muchos otros, sentía cierta frustración ante la nueva
situación, aunque nunca nadie quisiera reconocerlo, ni posiblemente
pudiera.
El encuentro fue fortuito y uno y otro se saludaron con cierta
nostalgia, como queriendo confesarse mutuamente algo que sabían que no
podían confesar a nadie. No tanto por miedo, que lo daba, como por el
coraje de reconocer que todo por cuanto habían sacrificado su vida,
carecía ya de sentido para nadie más que para ellos.
Eusebio Cimorra miró a Ramón, sin atreverse a hablar pero deseando
hacerlo. Deseando confesarse con alguien que alcanzara a comprenderle.
Finalmente, sacó fuerzas de flaqueza y casi susurró:
-¡Cómo nos engañaron! ¿Eh, Ramón?
Ramón dejó pasar unos segundos, empapándose de la cruenta revelación de su amigo Cimorra y, melancólico, respondió:
-A unos más que otros, Cimorra. A unos más que otros.
A buen entendedor, pocas palabras bastan.Fuente
No hay comentarios:
Publicar un comentario