El mundo que existe
                        al este de los Andes es completamente
                        distinto: la Amazonía con sus tribus
                        primitivas, entre las cuales la más
                        conocida sea acaso la de los jíbaros.
                        Hay nativos que muestran facilidad para
                        adaptarse a los usos de los blancos,
                        mientras otros rechazan toda ingerencia.
                        Los primeros, que reciben el calificativo
                        de "mansos", son de carácter dúctil
                        y astuto, no suelen atreverse a luchar
                        contra la fuerza de la civilización,
                        cuyas ventajas intuyen apenas ven una
                        camisa o un par de pantalones; se
                        aproximan hasta los pueblos de los
                        colonos, comercian, cambian productos,
                        desean zapatos o un fusíl y advierten
                        que el arco y las flechas resultan anacrónicos.
                        Se hallan en fase de transformación y
                        dentro de algunos decenios estarán
                        integrados, o a punto de hacerlo, puesto
                        que mezclan su propia sangre con la de
                        los blancos. Aprenden ciertos métodos de
                        trabajo, si bien el concepto de una
                        ocupación estable les resulta difícil;
                        las escuelas misioneras -católicas y
                        protestantes- les enseñan a leer, a
                        escribir, a contar, pero al mismo tiempo
                        les imponen una regularidad de asistencia
                        que no se adapta muy bien a las características
                        psicológicas del morador de la selva.
                        Poco a poco, sin embargo, la transformación
                        va materializándose de una forma
                        incontrastable.
                        
En
                        cambio la estirpe de los jíbaros rechaza
                        todo contacto externo y se obstina en
                        ubicarse fuera de los confines
                        civilizados; fuerte y orgullosa, esta
                        familia de tribus es temida por todos los
                        clanes, debido a su combatividad y su
                        afición a los cultos sanguinarios. El jíbaro
                        ha dejado las riberas de los ríos
                        navegables, apartándose hacia los
                        afluentes lejanos, defendidos por el
                        intrincado manto forestal; allí custodia
                        su propia cultura selvática, su propia
                        sociedad caracterizada por la poligamia y
                        los ritos de magia.
La
                        mujer es una esclava y está sometida a
                        las más duras fatigas. El varón es un
                        soberano con derecho de vida y muerte
                        sobre la esposa. El jíbaro, que captura
                        el tucán para ceñirse la frente con sus
                        plumas, que lanza contra los peces y los
                        animales las flechas de sus largas
                        cerbatanas, que vigila su cabaña con
                        agudas lanzas y maneja el arco con increíble
                        destreza, es conocido sobre todo por dos
                        motivos: el curare, veneno mortal cuyos
                        secretos de preparación conoce y con el
                        que unta la punta de sus armas, y la
                        reducción de cabezas cortadas a los
                        enemigos para aplacar las almas de los
                        difuntos, tratadas hasta obtener las tzantzas,
                        del tamaño de una manzana. Los
                        huesos del cráneo y de la cara se
                        desmenuzan con la maza y se extraen a
                        través de un corte practicado en la nuca;
                        después la cabeza se pone a secar y
                        luego se sumerge en una salmuera de
                        yerbas, raíces y numerosos vegetales.
Son
                        muy singulares las costumbres funerarias
                        de los jíbaros. No acostumbran enterrar
                        a los muertos, sino que los abandonan en
                        sus cabañas, después de haberlos
                        colocado dentro de troncos de árboles
                        huecos y haberles provisto de comida y
                        bebida.

 
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