ALVIN YORK
¿Quién era?
Nuestro héroe nació en un caserío llamado Pall Mall, en el Condado de Fentress, en el corazón rural de Tennessee, en 1878.
Alvin quedó huérfano de padre a muy temprana edad y, a diferencia de
su progenitor, quien nunca bebía ni desaforaba, se dedicó en sus años
mozos a buscar la compañía de borrachos y prostitutas en los bares y
burdeles de la demarcación entre Tennessee y Kentucky.
Cazador y ávido tirador como muchos de sus coterráneos, el futuro
sargento York afinaba la puntería en las gallinas de los vecinos. Un
“natural” en el uso eficiente de las armas de fuego, Alvin rara vez
fallaba, aún bajo los efectos del alcohol. Disipado e iconoclasta, el
patán de Tennessee no demostraba respeto por el prójimo o su propiedad.
En otras palabras, nuestro personaje, quien tenía como modelo humano a
Jesse James, prometía un futuro gangsteril.
Cuando un amigo suyo fue asesinado en una de las citadas peleas, se
juró a sí mismo no probar una gota de alcohol y se convirtió en un
pacifista. Recibió la carta de alistamiento en 1917, aunque York se
presentó como un “objetor de conciencia”… pero su solicitud fue denegada
y enviaron su culo a la instrucción básica.
Alrededor de un año más tarde, fue uno de los 17 hombres designados para infiltrarse y destruir una posición fortificada que, con ametralladoras pesadas, custodiaba un tramo de ferrocarril germano.
A medida que se acercaban, los artilleros los detectaron y abrieron
fuego, destrozando el cuerpo de nueve de los hombres en pedazos. Lo que queda de York de la compañía.
Los pocos supervivientes que no tenían enormes esquirlas de acero en
su cuerpo se escapó, dejando ahí a York recibiendo fuego de 32
artilleros de ametralladoras pesadas. Como dijo en su diario,
“No he tenido tiempo de resguardarme tras un árbol o bajo un arbusto,
ni siquiera tuve tiempo para arrodillarme o acostarme. No tuve tiempo
de hacer nada, sólo de ver que muchos alemanes me disparaban con
ametralladoras pesadas… y de dar lo mejor que tenía. Cada vez que veía
un alemán le obligaba a retirarse. Al principio disparaba desde una
posición prona, es decir acostado; de la misma manera que a menudo se
dispara a los objetivos en las prácticas de tiro que hacíamos en las
montañas de Tennessee , y fue casi la misma distancia. Pero los
objetivos aquí eran más grandes. No podía fallar ningún disparo a la
cabeza o el cuerpo de un alemán, y no lo hice.”
Después de que matara a los primeros 20 hombres( cifra aprox.), un
teniente alemán envió a cinco soldados para tratar de reducir o matar a
York. Pero nuestro soldado favorito sacó su Colt .45 (en la que sólo tenía ocho balas) y mató a los cinco alemanes con ella, usando según él una técnica de tiro que se asemeja a “disparar pavos silvestres de vuelta a casa.”
En este punto, el teniente alemán Paul Jurgen Vollmer alzó su voz
sobre todo el ruido que había y preguntó a York si era Inglés. Véase, en
la Primera Guerra Mundial, nadie tomó muy en serio a los americanos, y
todo el mundo pensaba en ellos como novatos. Vollmer se figuraba que ese
soldado loco debía ser una especie de superman Inglés que mostraba a
los débiles estadounidenses cómo se hacen las cosas. Cuando York dijo
que era americano, respondió Vollmer “Buen Señor! Si no va a disparar
más me rendiré”.
Diez minutos más tarde, 133 hombres llegaron a pie hacia los
restos del batallón de York. El Teniente Woods, superior de York en un
principio pensó que era un contraataque germano. Hasta que
apareció York, saludó a su Teniente y le dijo “el cabo York, los
informes con los presos, señor.” Cuando el teniente le preguntó cómo
sorprendió y apresó a tantos, York respondió “Honestamente teniente, no
lo sé.”
Después de todos los honores, que incluyeron La Medalla de Honor del
Congreso, La Legión de Honor, la Medalla Militar con Palmas y la Cruz de
Guerra Italiana, junto a otras cincuenta más, Alvin regresó a su natal
Tennessee y a su agricultura.
Las huestes del Imperio azteca regresaban de la guerra.
Pero no sonaban ni los teponaxtles ni las
caracolas, ni el huéhuetl hacía rebotar sus percusiones en las calles y
en los templos. Tampoco las chirimías esparcían su aflautado tono en el
vasto valle del Anáhuac y sobre el verdiazul espejeante de los cinco
lagos (Chalco, Xochimilco, Texcoco, Ecatepec y Tzompanco) se reflejaba
un menguado ejército en derrota. El caballero águila, el caballero tigre
y el que se decía capitán coyote traían sus rodelas rotas y los
penachos destrozados y las ropas tremolando al viento en jirones
ensangrentados.
Allá en los cúes y en las fortalezas de paso
estaban apagados los braseros y vacíos de tlecáxitl que era el sahumerio
ceremonial, los enormes pebeteros de barro con la horrible figura de
Texcatlipoca el dios cojo de la guerra. Los estandares recogidos y el
consejo de los Yopica que eran los viejos y sabios maestros del arte de
la estrategia, aguardaban ansiosos la llegada de los guerreros para oír
de sus propios labios la explicación de su vergonzosa derrota.
Hacía largo tiempo que un grande y bien armando
contingente de guerreros aztecas había salido en son de conquista a las
tierras del Sur, allá en donde moraban los Ulmecas, los Xicalanca, los
Zapotecas y los Vixtotis a quienes era preciso ungir al ya enorme
señorío del Anáhuac. Dos ciclos lunares habían transcurrido y se pensaba
ya en un asentamiento de conquista, sin embargo ahora regresaban los
guerreros abatidos y llenos de vergüenza.
Durante dos lunas habían luchado con denuedo, sin
dar ni pedir tregua alguna, pero a pesar de su valiente lucha y sus
conocimientos de guerra aprendidos en el Calmecac, que era así llamada
la Academia de la Guerra, volvían diezmados, con las mazas rotas, las
macanas desdentadas, maltrechos los escudos aunque ensangrentados con la
sangre de sus enemigos.
Venía al frente de esta hueste triste y
desencantada, un guerrero azteca que a pesar de las desgarraduras de sus
ropas y del revuelto penacho de plumas multicolores, conservaba su
gallardía, su altivez y el orgullo de su estirpe.
Ocultaban los hombres sus rostros embijados y las
mujeres lloraban y corrían a esconder a sus hijos para que no fueran
testigos de aque retorno deshonroso.
Sólo una mujer no lloraba, atónita miraba con
asombro al bizarro guerrero azteca que con su talante altivo y ojo
sereno quería demostrar que había luchado y perdido en buena lid contra
un abrumador número de hombres de las razas del Sur.
La mujer palideció y su rostro se tornó blanco
como el lirio de los lagos, al sentir la mirada del guerrero azteca que
clavó en ella sus ojos vivaces, oscuros. Y Xochiquétzal, que así se
llamaba la mujer y que quiere decir hermosa flor, sintió que se
marchitaba de improviso, porque aquel guerrero azteca era su amado y le
había jurado amor eterno.
Se revolvió furiosa Xichoquétzal para ver con
odio profundo al tlaxcalteca que la había hecho su esposa una semana
antes, jurándole y llenándola de engaños diciéndole que el guerrero
azteca, su dulce amado, había caído muerto en la guerra contra los
zapotecas.
--¡Me has mentido, hombre vil y más ponzoñoso que
el mismo Tzompetlácatl, - que así se llama el escorpión-; me has
engañado para poder casarte conmigo. Pero yo no te amo porque siempre lo
he amado a él y él ha regresado y seguiré amándolo para simpre!
Xochiquétzal lanzó mil denuestos contra el falaz
tlaxcalteca y levantando la orla de su huipil echó a correr por la
llanura, gimiendo su intensa desventura de amor.
Su grácil figura se reflejaba sobre las irisadas
superficies de las aguas del gran lago de Texcoco, cuando el guerrero
azteca se volvió para mirarla. Y la vio correr seguida del marido y pudo
comprobar que ella huía despavorida. Entonces apretó con furia el puño
de la macana y separándose de las filas de guerreros humillados se lanzó
en seguimiento de los dos.
Pocos pasos separaban ya a la hermosa Xochiquétzal del marido despreciable cuando les dio alcance el guerrero azteca.
No hubo ningún intercambio de palabras porque
toda palabra y razón sobraba allí. El tlaxcalteca extrajo el venablo que
ocultaba bajo la tilma y el azteca esgrimió su macana dentada,
incrustada de dientes de jaguar y de Coyámetl que así se llamaba al
jabalí.
Chocaron el amor y la mentira.
El venablo con erizada punta de pedernal buscaba
el pecho del guerrero y el azteca mandaba furioso golpes de macana en
dirección del cráneo de quien le había robado a su amada haciendo uso de
arteras engañifas.
Y así se fueron yendo, alejándose del valle,
cruzando en la más ruda pelea entre lagunas donde saltaban los ajolotes y
las xochócatl que son las ranitas verdes de las orillas limosas.
Mucho tiempo duró aquél duelo.
El tlaxcalteca defendiendo a su mujer y a su mentira.
El azteca el amor de la mujer a quien amaba y por quien tuvo arrestros para regresar vivo al Anáhuac.
Al fin, ya casi al atardecer, el azteca pudo
herir de muerte al tlaxcalteca quien huyó hacia su país, hacia su tierra
tal vez en busca de ayuda para vengarse del azteca.
El vencedor por el amor y la verdad regresó buscando a su amada Xochiquétzal.
Y la encontró tendida para siempre, muerta a la
mitad del valle, porque una mujer que amó como ella no podía vivir
soportando la pena y la vergüenza de haber sido de otro hombre, cuando
en realidad amaba al dueño de su ser y le había jurado fidelidad eterna.
El guerrero azteca se arrodilló a su lado y lloró
con los ojos y con el alma. Y cortó maravillas y flores de xoxocotzin
con las cuales cubrió el cuerpo inanimado de la hermosa Xochiquétzal.
Corono sus sienes con las fragantes flores de Yoloxóchitl que es la flor
del corazón y trajo un incensario en donde quemó copal. Llegó el
zenzontle también llamado Zenzontletole, porque imita las voces de otros
pajarillos y quiere decir 400 trinos, pues cuatrocientos tonos de
cantos dulces lanza esta avecilla.
Por el cielo en nubarrones cruzó Tlahuelpoch, que es el mensajero de la muerte.
Y cuenta la leyenda que en un momento dado se
estremeció la tierra y el relámpago atronó el espacio y ocurrió un
cataclismo del que no hablaban las tradiciones orales de los Tlachiques
que son los viejos sabios y adivinos, ni los tlacuilos habían inscrito
en sus pasmosos códices. Todo tembló y se anubló la tierra y cayeron
piedras de fuego sobre los cinco lagos, el cielo se hizo tenebroso y las
gentes del Anáhuac se llenaron de pavura.
Al amanecer estaban allí, donde antes era valle,
dos montañas nevadas, una que tenía la forma inconfundible de una mujer
recostada sobre un túmulo de flores blancas y otra alta y elevada
adoptando la figura de un guerrero azteca arrodillado junto a los pies
nevados de una impresionante escultura de hielo.
Las flores de las alturas que llamaban
Tepexóchitl por crecer en las montañas y entre los pinares, junto con el
aljófar mañanero, cubrieron de blanco sudario las faldas de la muerta y
pusieron alba blancura de nieve hermosa en sus senos y en sus muslos y
la cubrieron toda de armiño.
Desde entonces, esos dos volcanes que hoy vigilan
el hermoso valle del Anáhuac, tuvieron por nombres Iztaccihuatl que
quiere decir mujer dormida y Popocatepetl, que se traduce por montaña
que humea, ya que a veces suele escapar humo del inmenso pebetero.
En cuanto al cobarde engañador tlaxcalteca, según
dice también esta leyenda, fue a morir desorientado muy cerca de su
tierra y también se hizo montaña y se cubrió de nieve y le pusieron por
nombre Poyauteclat, que quiere decir Señor Crepuscular y posteriormente
Citlaltepetl o cerro de la estrella y que desde allá lejos vigila el
sueño eterno de los dos amantes a quienes nunca podrá ya separar.
Eran los tiempos en que se adoraba al dios Coyote
y al Dios Colibrí y en el panteón azteca las montañas eran dioses y
recibían tributos de flores y de cantos, porque de sus faldas escurre el
agua que vivifica y fertiliza los campos.
Durante muchos años y poco antes de la conquista,
las doncellas muertas en amores desdichados o por mal de amor, eran
sepultadas en las faldas de Iztaccihuatl, de Xochiquétzal, la mujer que
murió de pena y de amor y que hoy yace convertida en nívea montaña de
perenne armiño.
La historia de Alexander Selkirk
es tan estremecedora como apasionante. Y no es para menos, ya que la
misma, según se estima, inspiró a Daniel Defoe para escribir su obra
maestra.
Nacido
en una familia trabajadora de finales del siglo XVII en Escocia, y tras
haber vivido una adolescencia marcada por sus problemas contra la
autoridad, Selkirk vería su futuro en la mar, no precisamente como
mercader sino como bucanero. Su destino sería sellado en 1703, cuando,
en plena Guerra de Sucesión Española, Inglaterra comenzara a contratar
gran cantidad de corsarios con el fin de dañar las líneas de suministro y
comercio enemigas. Selkirk conseguiría el puesto de Sailing Master-una especie de timonel con posibilidad de dar ordenes- bajo el mando de Brian Pickering en el galeón Cinque Ports, uno de los navíos que formaban parte de la expedición liderada por el St. George, capitaneado por el corsario William Dampier.
Así, a finales de año, partirían con la intención de atacar galeones
españoles con rumbo a la ciudad de Buenos Aires, expedición que fallaría
y, tras haberlo discutirlo fuertemente, los corsarios cambiarían de
planes y se dirigirían al Mar del Sur, territorio en el cual la
tripulación del Cinque Ports sufriría de escorbuto, pereciendo a causa de la misma 48 tripulantes entre los que se encontraba el capitán.
Pickering sería reemplazado por un inexperto joven de 21 años, Thomas
Stardling. No obstante, este “percance” no les impediría capturar varios
navíos españoles tras rodear el Cabo de Hornos. Algo que, de manera
esperable, no limitaría las fricciones entre ambos capitanes y vería a
las naves separadas. Tras
llegar al archipiélago Juan Fernández, con el fin de cazar animales y
conseguir agua fresca, Selkirk comenzaría a protestar sobre la condición
de la nave -algo en lo que estaba cierto, ya que la misma se hundiría al poco tiempo,-
y sus intentos por intentar convencer a sus camaradas de desertar y
esperar al próximo navío serían interpretados como un amotinamiento.
Selkirk sería abandonado a su suerte en el archipiélago, dejándolo
solo con un mosquete, algo de pólvora, una Biblia, un cuchillo y algunas
herramientas. De nada valieron sus gritos por clemencia mientras el
bote se alejaba, su destino, de ahora en más, sería sobrevivir durante 4 años y 4 meses en un archipiélago inexplorado y solitario del pacífico. Naufrago Los
primeros meses de soledad vieron a un Selkirk temeroso, quien de hecho,
no se movía de la costa, temiendo que la isla estuviese poblada por
bestias y, si así lo hacía, perder una oportunidad de rescate. Comiendo
solo mariscos y otros frutos del mar a su alcance, la soledad
prontamente comenzaría a atacarlo emocionalmente. Razón por la cual la
temporada de apareamiento de lobos marinos le serviría como excusa para
resignarse y comenzar a explorar la isla.
Con gran esfuerzo, construiría dos chozas a partir de madera de
pimiento, y utilizando su mosquete lograría cazar varios animales
pequeños, cuya carne y pieles le otorgaban tanto comida como refugio. Su
desenvolvimiento era tal, que cuando por las noches comenzó a ser
atacado por ratas salvajes, nuestro laborioso naufrago prontamente
consiguió domesticar varios gatos salvajes, a los cuales alimentaba a
cambio de protección y compañía.
Cuando su pólvora se agotó, debió comenzar a emboscar y correr a sus presas, algo peligroso, como demostró el día que tropezó
por un barranco y cayó varios metros, quedando inconsciente por varias
horas. Para su fortuna, la cabra a la cual perseguía le había
amortiguado la caída, ya que Selkirk había caído encima de
esta. Así, a medida que pasaban los años, fue improvisando su propia
ropa, la cual cosía con un clavo afilado, e incluso, sus armas y
herramientas, llegando a reemplazar su cuchillo a partir de uno hecho
por el mismo con las partes metálicas de un barril que encontró en la
costa.
Sin embargo, la soledad calaba profundo en su mente, por lo que
Selkirk hablaba constantemente consigo mismo y rutinariamente leía la
Biblia en voz alta para no olvidarse de como hablar. Su miedo, era el de
ser encontrado y ser confundido con un hombre salvaje. Para desgracia,
las únicas dos naves que habían llegado a la isla durante los cuatro
años, eran españolas, y Selkirk temía ser ejecutado al ser considerado
como un enemigo de guerra. Rescate
Su fortuna se vería favorecida en febrero de 1709, cuando el navío corsario Duke,
al mando del capitán Woodes Rogers, arribara a la isla. Rogers ganaría
gran estima por Selkirk, y anotaría en su diario la destreza que el
mismo poseía para cazar cabras. Agradecido por la cantidad de
suministros que consiguió para su tripulación, además de rescatarlo le
daría el puesto de oficial en una de sus naves, en la cual pasaría
varios años recorriendo el mundo. Hasta 1717, donde volvería a su
Escocia natal. Al cabo de un tiempo se casaría con una viuda, pero su
vida estaba en la mar, lugar en el cual moriría de fiebre amarilla el 13
de Diciembre de 1721, mientras servía como teniente de la Nave Real Weymouth.